viernes, 3 de junio de 2011

Intrigas y persecuciones

(parte 1)

Son muchas las cartas que Teresa de Jesús escribió al P. Gracián de la Madre de Dios. Fueron tantas que podrían constituir un capítulo aparte. A nadie la Santa escribió tanto y nadie, como Gracián, se empeñó tan determinadamente en conservarlas y transmitirlas. Son más de cien cartas, consideradas en términos numéricos. Pero no es la cantidad – aunque también el número revela el aprecio que tenía Santa Teresa por este hombre de Dios -, sino la calidad, el contenido de esas cartas, lo que hacen de ellas un verdadero tesoro.
El intercambio de correspondencia comenzó a ser significativa y regular a partir del encuentro de los dos , en Beas, el año 1575. Gracián tenía entonces 30 años de edad y 5 de sacerdocio. Teresa de Jesús tenía 60 años de vida y 13 como fundadora. Como hemos visto en el capítulo anterior, este primer encuentro duró varios días, e impresionada con la santidad y valor de aquel joven sacerdote, le abrió su alma y, por iniciativa personal, hizo ante él el voto de obediencia. Un voto a través del cual no sólo le confiaba su alma sino que también le tornaba corresponsable de su obra fundacional.
Este privilegio no podía dejar de despertar celos en muchos otros a quienes les habría gustado ser los destinatarios de tales cartas y de gozar de aquella enorme confianza depositada por la Santa en aquel joven sacerdote.
Jerónimo Gracián fue un hombre con una visión de largo alcance  para su tiempo. Su corazón era movido por la misericordia y su mirada dotada de aquello que Santa Edith Stein – analizando la obra de San Juan de la Cruz – llamaría de “objetividad de los santos”[1], pues cuando trataba con las personas no veía simplemente hombres y mujeres, sino criaturas de Dios. Este modo de ver aparece con toda su exuberancia en una de las páginas de su libro Peregrinación de Anastasio. Hablando sobre amar a los enemigos  expone con claridad y – como es normal en su estilo literario – con una pedagogía ejemplar.
Cristo, en verdad, no dijo amate inimicos, sino diligite inimicos vestros[2], pues el primero es cosa del sentimiento y el segundo pertenece a la voluntad[3].
“Si un sagrario o custodia de piedra mal labrado encierra dentro de sí el Santísimo Sacramento, no dejo de adorarle y reverenciarle aunque le quisiere ver de oro y fábrica preciosa. Sé que en el que me persigue está Dios por esencia, presencia y potencia; bien quisiera yo que para mí el sagrario fuera más agradable, pero cierro los ojos a lo exterior y no a lo que contiene.”[4]

Así como Santa Teresa, siguiendo radicalmente la doctrina evangélica, procuraba no hacer más pesado el fardo que cada uno tenía que soportar. Y esta, que era una virtud – y continua siéndolo -, se transformó en un elemento de acusación contra la vida apostólica y administrativa del P. Gracián. Fue duramente acusado de apoyar la relajación de vida dentro de los conventos, de ser demasiado benevolente a la hora de aplicar las penitencias, de dedicarse mucho al estudio y a la predicación..., en fin, fue acusado de no seguir el carisma que Santa Teresa estaba, junto con él y San Juan de Cruz, consolidando dentro  de  la Iglesia.
[1] Cf. Edith Stein – La ciencia de la cruz – Monte Carmelo
[2] Cf. Mt. 5, 44 – Nuevo Testamento Trilingüe – Edición crítica de José M. Bover y José O’Callaghan. Madrid: BAC, 1988
[3] El P. Gracián establece aquí la diferencia entre el amor sentimental y el amor espiritual. En el texto griego del evangelio la palabra es agapate. Cf. También, con referencia al amor espiritual: Camino de Perfección de Santa Teresa de Jesús.
[4] Gracián – Peregrinación... – p. 185. Merece la pena leer todo lo que dice sobre el amor a los enemigos.

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