miércoles, 31 de agosto de 2011


(parte 8)
Comienza la peregrinación

 El P. Gracián tenía, en ese momento, 47 años y se sentía lleno de vida. Por eso, se puede uno imaginar su estado de ánimo: él, uno de los pilares en la construcción teresiana, había sido tratado como un extraño y puesto en la calle como un perro sin dueño. Su alma sufría, no llevada por el orgullo, sino por las dudas. ¿Qué iba a hacer ahora? Sus hermanos le habían torturado, ultrajado y, finalmente, le habían quitado lo que él llevaba con celo y amor: el hábito de la Santa Madre de Dios.
 Su espíritu se torturaba, no por él, sino porque no se explicaba hasta qué extremo habían llegado aquellos que querían verse libres de él, difamando a monjas tan santas y seguidoras de Santa Teresa. Ahora, no perteneciendo ya a la Orden, poco podría hacer para limpiar la honra de aquellas que se habían desposado con Cristo y habían sido tan vilipendiadas por el grupo de Doria. Tenía que luchar, sabía que su combate era un buen combate y no podía echarse atrás, aunque aparentemente todo parecía coincidir para que su causa fuese derrotada. Sólo veía una solución: apelar a la suprema autoridad de la Iglesia. Decidió entonces viajar a Roma.

martes, 23 de agosto de 2011


INTRIGAS Y PERSECUCIONES

(parte 7)

       Es importante reproducir la pregunta que María de San José (Salazar) dejó escrita en su “Ramillete de mirra”: “¿Qué se hicieron, carísimos hermanos y hermanas, aquellos hombres de quien no ha un año que todos temblábades, y a quien o por miedo o pretensión os entregástedes, negando unos la verdad y disimulando otros con la mentira?”¿ Dónde están a esta hora? Como sombras desaparecieran”.[1]
       El P. Doria había alcanzado su objetivo: se libró definitivamente de su gran rival. San Juan de la Cruz ya estaba en la gloria del Señor y era, por lo tanto, inalcanzable. Ahora se sentía libre para poner en marcha la reforma que pretendía, desfigurando – en muchos puntos – todo aquello que a Teresa de Jesús, Juan de la Cruz y Jerónimo Gracián les había llevado tantos años construir con la gracia de Dios: el verdadero carisma de los Carmelitas Descalzos.
       Es necesario resaltar que Santa Teresa dejó unas Constituciones claras, ajustadas al espíritu evangélico, con 59 puntos; las que Doria dejó tenían nada menos  que 461 puntos. Para la Madre Teresa el estilo de vida dentro de la Reforma debería ser suave, discreto, “letrado” y apostólico. Doria, por el contrario, quería que los religiosos fuesen penitentes, rigurosos y eremitas, o sea, deberían vivir encerrados sobre sí mismos, consumiéndose como una lámpara escondida, que no emite su luz.
      Gracián no se ajustaría a este nuevo sistema, pues era enorme su ardor apostólico, totalmente apoyado por la Santa Madre Fundadora. Pero él, ahora, nada podía hacer. Doria le había transformado en un paria ambulante, en una preciosa y rara ave, sin nido donde poder descansar.
       Le expulsaron de la Orden, le quitaron el hábito que tanto amaba y le pusieron un manto de peregrino. Con todo el peso de aquella injusta sentencia, salió peregrinando el hijo predilecto de Santa Teresa de Jesús...




[1] María de San José (Salazar) – Escritos espirituales – Roma, Postulación General O.C.D. p. 335

domingo, 7 de agosto de 2011

Intrigas y persecuciones


(parte 6)
En la sentencia de expulsión está escrito:
“le declaraban y declararon por incorregible, y como a tal mandaban y mandaron que se le quite el santo hábito de nuestra Congregación y sea expelido y echado de ella, y que él no se le vista más, so las censuras y penas contenidas en el Breve que la Orden tiene del Sumo Pontífice Sixto V”[1]. 
        Comentando tal sentencia, el P. Silverio de Santa Teresa, talentoso historiador de la Orden Carmelita, escribió lo siguiente:
       “De la simple lectura de la sentencia, se advierte que con un poco de tolerancia mutua, se habría podido evitar la tragedia final que previó Fr. Juan de la Cruz en el famoso Capítulo de 1585. Limpio estaba el P. Jerónimo de los feos vicios que los maldicientes y calumniadores habían hecho correr contra él; tampoco a su llegada a Madrid fue tratado con las consideraciones que su historial en la Reforma merecía, y aun su simple condición de reo. La actitud desdeñosa del P. Doria y su duro pergeño ante el religioso que venía a arrojarse humildemente a sus pies, acabó de desconcertar al P. Gracián y le reafirmó en el juicio de que su causa no tenía arreglo, hiciera lo que hiciese por reconciliarse con su Superior. Habríamos deseado en esta ocasión más benevolencia  y tolerancia más afable en el padre Nicolás, quien no podía desconocer la magnitud del sacrificio que hacía el P. Jerónimo en aquellos momentos dejando el Reino de Portugal, donde era tan querido del Príncipe Regente y de la Nobleza y pueblo, para venir a Castilla, donde, por bien que le fuese, se le estaban deparando humillaciones sin cuento y se hallaba en entredicho hasta su buen nombre y la limpieza de sus costumbres”[2]. 
       Doria había conseguido realizar su deseo; ahora dominaba completamente la situación. San Juan de la Cruz – que también se oponía a sus reformas – ya había muerto y si hubiera sobrevivido a su enfermedad, también habría sido expulsado de la Orden, como se puede concluir después de ver el rumbo de los procesos y de los ataques de Fray Diego Evangelista contra el Santo.

 
Aunque se trate de un hecho no comprobado, pero que está registrado y tiene un cierto sabor trascendental, se cuenta que San Juan de la Cruz tuvo la siguiente revelación: “Representóseme que nuestro padre vicario general y los definidores se entraban en el mar, y yo les daba voces que no entrasen, que habían de ahogar. Vídelos que les llegaba el agua a la espinilla, y a las rodillas, y a la cintura. Y siempre les daba voces que no entrasen. Y no hubo remedio, sino que pasaron adelante y se ahogaron todos”[1].

        Como dato curioso, poco después de la expulsión del P. Jerónimo Gracián murieron, en un corto espacio de tiempo, todos aquellos que habían hecho parte del proceso contra él: Fray Nicolás Doria, Fray Tomás de Aquino, Fray Gregorio Nacianceno, Fray Juan Bautista – que fue quien trabajó en Roma, para que la sentencia de expulsión de Gracián no fuese anulada -, Fray Diego Evangelista y otros.

[1] Cf. Javierre, José María, Juan de la Cruz un caso límite, Salamanca, Sígueme, 1991, p.1034