miércoles, 31 de agosto de 2011


(parte 8)
Comienza la peregrinación

 El P. Gracián tenía, en ese momento, 47 años y se sentía lleno de vida. Por eso, se puede uno imaginar su estado de ánimo: él, uno de los pilares en la construcción teresiana, había sido tratado como un extraño y puesto en la calle como un perro sin dueño. Su alma sufría, no llevada por el orgullo, sino por las dudas. ¿Qué iba a hacer ahora? Sus hermanos le habían torturado, ultrajado y, finalmente, le habían quitado lo que él llevaba con celo y amor: el hábito de la Santa Madre de Dios.
 Su espíritu se torturaba, no por él, sino porque no se explicaba hasta qué extremo habían llegado aquellos que querían verse libres de él, difamando a monjas tan santas y seguidoras de Santa Teresa. Ahora, no perteneciendo ya a la Orden, poco podría hacer para limpiar la honra de aquellas que se habían desposado con Cristo y habían sido tan vilipendiadas por el grupo de Doria. Tenía que luchar, sabía que su combate era un buen combate y no podía echarse atrás, aunque aparentemente todo parecía coincidir para que su causa fuese derrotada. Sólo veía una solución: apelar a la suprema autoridad de la Iglesia. Decidió entonces viajar a Roma.

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